Antonio Magariños

De Don Antonio Magariños existen numerosos apuntes biográficos (en Internet hay unos cuantos). Nada que yo pueda decir aquí, en cuanto a su biografía 'oficial', podrá mejorar lo mucho que ya se ha escrito. Además, no es mi propósito. Esta semblanza es para explicar el reflejo que dejó en mi vida y en mí, nada más. Un reflejo, eso sí, más que importante, cuando menos para mi subjetividad.

Al Señor Magariños, o a Don Antonio, como le llamábamos los alumnos de Bachillerato, no le había visto nunca hasta que un buen día de octubre del 57 nos formaron en el campo de fútbol; a todos nos había llegado su fama de traganiños, y no porque se hubiese zampado a ninguno de la 'Prepa' estando nosotros delante, sino porque algunos padecían hermanos mayores en cursos superiores y ya venían resabiados. Confieso que mi primera impresión no fue dramática. Un señor mayor (a los 10 años qué adulto no parece un 'señor mayor'), de voz agradable pero de gesto serio, muy severo, y una expresión endurecida por unas gafas que Vicente me ha dicho eran de carey, aunque yo las recordaba metálicas. Así comenzó una ceremonia, la de pasar lista, que salvo en caso de lluvia torrencial acababa igual todos los días, desfilando los alumnos al compás de un tambor destemplado en formación descangallada, hacia la escalinata que desembocaba frente a la estatua de un señor subido en un caballo, para lo cual era preciso que unos que jugaban a gastadores hicieran con un hipotético fusil al hombro una 'cabeza variación izquierda' seguida de la variación recíproca, para romper filas y entrar, en algo parecido a un completo silencio, en el proceloso Instituto. A mí, que de siempre he disfrutado el envidiable don de no saber marcar el paso -gracias al cual me libré de desfilar frente al propio tío del caballo en mayo del 68; si, no lo digo mal: Mayo de 1968; ay, quién hubiera estado en Paris, entonces-, me sobraban ciclos mentales para observar a Don Antonio, que con invariable gesto de coronel a punto de ordenar se pasase por las armas al que no guardara silencio, presidía cada día la penosa cermonia.

Para los alumnos, en especial los más pequeños, el propósito vital, la única misión de Don Antonio en esta vida, era enviarnos 'a por sobre y carta'. Si era capaz de hacer alguna otra cosa, se ignoraba. El 'sobre y carta', del que por aquí ya se ha largado bastante, venía a ser lo más próximo imaginable a la pena capital. A mí, si algo me causaba verdadero pánico, un absoluto pavor, era ser enviado por sobre y carta; a eso se debía una incipiente maestría en el arte del disimulo a la hora de cobrarme las afrentas -quién no las padece en un colegio-; era capaz de componer una cara de bondad tan convincente como la de Santa Águeda de Catania según ofrecía sus pechos al cabrón del centurión, aunque al tiempo, en el plano inferior, no vacilaba en atacar las canillas de mi víctima del momento con alguna suave patada de refilón, que son las que más duelen si se calzan las insuperables botazas de Segarra; dicha patada picada, como de maché de billar, con frecuencia daba lugar a que la víctima girase sobre sí misma con gesto airado, para ser enviada un instante después por el temido sobre y carta. Como veréis, yo no era un santo, pero apañado iba el que allí, más selva implacable que instituto de niños buenos, no supiera marcar su territorio.

Todo llega en esta vida. Una tarde somnolienta, diría yo que de primavera, José Ángel Idiazábal y yo sosteníamos lo que comenzó siendo un acalorado intercambio de pareceres para convertirse con rapidez en acto eucarístico de naturaleza privada. No habría ido a ninguna parte -José Ángel y yo nos guardábamos una enemistad tan cordial como rutinaria; venía de años, del 2º A de la Prepa-, pero nos atrapó un 'mayor' del género pelota. Tras hacerse con los dos -cada uno de una oreja- nos condujo a la presencia de Don Antonio, cuya primera reacción fue lanzarnos su acreditada mirada laxante. Tras ser informado de nuestros nombres y de que procedíamos de 3º A, pareció reflexionar unos instantes, para después dictar sentencia: 'a por sobre y carta, los dos; volved al aula y esperadme allí' (o algo por el estilo; como espero comprendáis, no puedo recordar las palabras exactas; de lo que sí estoy absolutamente seguro es de que nos envió al aula, y no a hacer cola en la puerta de su despacho). Cuando las clases del día concluyeron nos quedamos solos, en el aula; José Ángel en su asiento de la I y yo en el de la A; muy alejados, en suma. Durante un buen rato no nos dijimos nada, pero la naturaleza es inexorable, de modo que, inevitablemente, procedimos a comentar la dolorosa situación en que nos hallábamos. Al tiempo habíamos cerrado el alcance, como es natural, de modo que nos hablábamos a distancia de tocarnos. Curiosamente, ninguno de los dos acusaba al otro de nuestro mutuo y penoso porvenir. Nada une más a los humanos que la consciencia del desastre inminente, y a eso se debió que al cabo de hora y pico hubiéramos enterrado los respectivos tomahawks, pudiera ser que para siempre (así fue). Sólo al cabo de ese tiempo, y ya impacientes por ser fusilados de una vez y tras eso irnos a merendar, nos atrevimos a salir al pasillo, para darnos con el Sr. Muro, que deambulaba por allí. Muro, bien lo sabéis, bajo su expresión de no enterarse de nada ocultaba unos sentidos de radar, de modo que no dudó en afirmar que Don Antonio se había ido hacía muchísimo, y que nosotros, a su juicio, deberíamos hacer lo mismo.

A lo largo del día siguiente esperamos con angustia que Don Antonio nos reclamase, pero no sucedió nada. Entonces pensé, y José Ángel también, que se había olvidado de nosotros, lo que hablaba bien de nuestra buena fortuna, pero con los años comprendí que no. Don Antonio, que llevaba en la cabeza los nombres y las notas de todos nosotros, los mil y pico que éramos, debió pensar que dos alumnos de sobresaliente (me da vergüenza decirlo, pero así era en el caso de los dos) merecían la oportunidad de perdonarse mutuamente y unirse ante la desgracia. Con aquello Don antonio demostró una experiencia, una sensibilidad y una sabiduría muy superiores a las que se le habría podido suponer, pues si bien José Ángel y yo no llegamos a ser amigos del alma -no nos dio tiempo; los dos dejamos el instituto al año siguiente; él y su gemelo Agustín lo hicieron del todo, y yo para caer en el nocturno- nunca más nos dimos de leches. Me apena que todavía no hayan aparecido, ni él ni su hermano. Me consta que Vicente ha hecho todo lo imaginable para dar con ellos (igual que con todos los demás 'desconectados'), pero no hay rastro de ninguno, ni en Internet ni en ninguna parte. Espero, en cualquier caso, que la vida les haya tratado bien, y que cuando nos juntemos dentro de dos años (los que aún estén aquí para juntarse), nos expliquen en persona que son unos viejecitos tan felices y encantados con su destino como cualquiera de nosotros. 

Con aquello Don Antonio desapareció aparentemente de mi vida. El Nocturno compartía las aulas del Diurno (las instalaciones deportivas, no), así como algunos profesores (diría yo que los menos acreditados), pero la mayoría ni me sonaban. La explicación era obvia: el Nocturno era una obra de caridad, dotada de los mínimos recursos y del mínimo presupuesto. No tenía nada de particular que ningún profesor de campanillas se molestara en darnos clase, por mucho que firmaran las actas. No creáis que aquello me molestaba, pues en realidad me daba igual; los tres años que pasé en el nocturno iba el mínimo para no ser expulsado por absentista (y para pillar lo que pudiera en la clase de matemáticas, las cuales, dado que de siempre me han detestado, eran lo que más temía cuando llegaban los exámenes). No es que fuera un vago; era que mi jornada laboral comenzaba a las seis de la mañana en Galerías Preciados para terminar a las dos; a las tres comenzaba mi segunda jornada, en Iberia, y aunque formalmente terminaba a las ocho solía quedarme hasta bastante más allá de las diez, y no por devoción, sino porque programar ordenadores era por entonces algo tan fascinante que me costaba mucho conservar el control de mi tiempo y de mi atención. Los sábados y los domingos sólo trabajaba por las mañanas, en Galerías -allí era operador de un IBM 1401-, de modo que tenía para empollar las tardes de esos dos días, más la de alguna fiesta de guardar (de vacaciones mejor ni os hablo; las primeras de mi vida las padecí a los 19); no creáis que mi doble jornada era una cosa excepcional, ni siquiera para edades de 15, 16 y 17 años. Buena parte de mis 'compañeros' (lo entrecomillo porque allí no había conciencia de compañerismo; allí íbamos a lo que íbamos, y a la salida, ciertamente derrengados, cada mochuelo a su olivo), en su inmensa mayoría más viejos que yo -abundaban los casados con hijos-, disfrutaban igualmente jornadas extenuantes, y me temo que ni mucho menos tan apasionantes como las mías, pero nadie se quejaba. Nos dábamos cuenta de que disfrutábamos una oportunidad inusitada, el poder acabar un bachillerato superior, e incluso un preuniversitario, con el sello de una institución muy prestigiosa, de modo que raro era el que racaneaba, vagueaba o se dejaba ir. No éramos, en suma, irresponsables adolescentes apenas conscientes de su derecho irrestringido a tenerlo todo, y además porque sí. Éramos adultos bien al tanto de no tener derecho a nada, porque la sociedad nos lo negaba, de modo que nos límitábamos a dar las gracias al santo que había obrado el milagro, para tras eso apretar los dientes y resistir, un día, y otro día, y otro y otro, por mucho que llegáramos reventados y nos marcháramos a nuestras casas por completo destruidos.

Lo que no sabía entonces era que el santo al que debíamos agradecer aquella suprema obra de caridad era Don Antonio Magariños. Él fue quien se sacó de la manga el Nocturno, el que acorraló a Luis Ortiz para que transigiera, el que no vaciló ante el escepticismo de los pesos pesados del Instituto ante lo que podría determinar un cierto desdoro en el elitista buen nombre de la casa. Un buen síntoma era que en el Nocturno no disfrutábamos de director espiritual alguno. Ni al padre Granda ni al padre Cuéllar les debía quedar resuello a esas horas tan intempestivas -de ocho a diez de la noche- para repartir un poquito de caridad cristiana por aquellas aulas dolientes. Era lógico, pensaba yo entonces y lo sigo pensando ahora: ninguno de nosotros daría el tipo, ni seguramente sabría comportarse, de ser invitado a una merienda en el elegantísimo JARA Club. El cuadro de profesores, por su parte, tampoco era modélico. Se notaba que ninguno lo hacía por vocación social, sino por hacer méritos a fin de excavarse un puesto en el Diurno. Su indiferencia, si no su hastío, eran patentes, de modo que todo quedaba en nuestras manos, pues a ellos se la traía muy al fresco que saliéramos adelante o no. Sin embargo, nunca faltó uno -que yo lo viviera-; la razón era Don Antonio, que ejercía su autoridad, no ya la material sino la moral, desde la distancia y la oscuridad. No había presupuesto para excelentes profesores, pero al menos lo había para que nadie se quedara sin escuchar la clase del día. De ahí mi asombro ulterior cuando supe que a su edad, y con su salud descarrilada, todavía era capaz de predicar el asqueroso latín a horas tan intempestivas como las nueve de la noche, sólo para que aquella pandilla de intocables -nosotros- no se sintiese abandonada.

Entre los alumnos del Diurno hay verdaderas luminarias sociales. Nosotros mismos, según la hoja de Vicente, mostramos un decoroso número de eximios catedráticos, magistrados del Supremo, excelentes arquitectos, abogados prestigiosos y grandes ejecutivos de la industria, la banca y el comercio. Del nocturno, en cambio, no ha salido nada que se pueda comparar a eso. Me consta, en todo caso, que de nuestras filas salió un puñado de buenos abogados sindicalistas, de los que son capaces de poner nerviosos a los directivos de RRHH de cualquier corporación a la hora de tramitar un ERE injustificado, pero nada más; al menos, que yo sepa. Es natural. Nuestro destino no era escalar unas posiciones sociales a las que no teníamos derecho -no creo que ni Don Antonio lo pensara-, pero sí, al menos, el de sacar adelante unas vidas que gracias a él no fueron de parias intocables. De ahí que vote a favor de que el primer profesor canonizable del Ramiro sea Don Antonio; sé que hay otros en la carrera y mucho mejor colocados, con padrinos de muy gran potencia, pero el que gane de todos ellos será, en todo caso, Santo Patrón de los Alumnos con Pasta. Don Antonio sería, cuando menos si a los del Nocturno nos dejaran personarnos, Santo Patrón de los Muertos de Hambre que gracias a él pasaron una poca menos de hambre.

Descanse en paz, Don Antonio. Sé que fue un hombre muy religioso, de convicciones tan sinceras como arraigadas. Por eso deseo, con el corazón, que sus creencias le hayan resultado verdaderas; así estará en el Paraíso de las almas nobles y generosas que dieron de sí mismas todo lo que tenían para mejorar, en lo que pudieran, la vida de los desfavorecidos, sentado probablemente al lado de Mohandas Gandhi y de la Madre Teresa de Calcuta, a los cuales, ahora que lo pienso, nadie se ha ocupado de canonizar. Pues bueno. Ya lo hicimos, por nuestra cuenta, los que sabemos reconocer un verdadero santo, y además en vida. 


(c) Ildefonso Arenas
ildefonsoarenas.blogspot.com.es


6 comentarios:

  1. D. Antonio.... A mí me imponía mirando seriamente el reloj, mientras se hacía un rápido silencio....
    Una fría mañana de febrero, estando entrando, de repente vino directo a mi D. Antonio y me dijo "a por sobre y carta". Jamás supe que norma infringí. Una injusticia para mi. Pero fui a secretaría y luego a la cola de su despacho (2º planta a la izquierda). Me miró con cara muy severa, se quitó las gafas, que eran de concha en efecto no metálicas, y yo simplemente dije. "No he hecho nada". Pero ni caso y a mi casa llegó una carta amenazante que consiguió que mi exigua paga no fuese recibida en un mes. Me cuidabas muy mucho de D. Antonio, que me inspiraba terror, pues la carta aclaraba que de reincidir la pena sería mucho más dura. No sabía en que había que reincidir. Un buen día que paseaba con Iradier y Quiñones, durante el recreo, por no ir al maloliente retrete del foso, decidimos regar los chopos, con tan mala suerte que apareció un alumno de 3º llamado Andrea, que parece estaba comisionado para vigilar y nos llevó de nuevo ante D. Antonio, que con su seriedad y distancia habitual nos dijo que nuestra acción era muy grave. Además como para mi era mi segundo sobre y carta de tener una tercera incidencia sería expulsado para siempre. Nos condenó a tres días de expulsión, comunicada a Vigueras (Delegado), que también nos chorreó y nos puso como ejemplo negativo ante los demás compañeros.
    La carta decía entre otras lindezas "por hacer sus necesidades fuera de los sitios pertinentes", y "si esto se repitiese sería expulsado inmediatamente". En mi casa me costó que me escondiesen los tebeos, que me castigasen sin oír la radio y que todos los días del castigo diese la lección a mis padres que me miraban con cara muy severa.
    Ya no tuve más tropiezos. Por suerte cuando incendiamos la caseta del vigilante del Canalillo no nos pillaron, pero cada vez que veía a D. Antonio me iba en dirección contraria como alma que lleva el diablo. Este es mi recuerdo, Probablemente él no era como yo me imaginaba, pero a mi me hizo mucho daño moral especialmente el injustificado primer sobre y carta.
    Manolo Rincón

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  2. Me has vuelto a emocionar con Magariños y sobre todo, con tu adlescencia. Enhorabona.
    Cerdán

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    1. El que emociona es Don Antonio. Yo sólo soy un pobre diablo agradecido.

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  3. Hay veces que las palabras emocionan y ésta es una de ellas, pese a que ya conocía ambos eventos que cuenta Alfonso.
    A D. Antonio casi ni le conocí, pues me supe librar de sus famosos sobres y carta, pese a que en una ocasión estuve muy, muy cerca; algunos ya lo saben, es cuando se nos descubrió a Sevilla y a mí intentando gatear desde la última a la primera fila por la típica apuesta de “a que no eres capaz de…” y pretendíamos llegar a los pies de nuestra inefable profesora de arte Julia con inconfesables propósitos.- Nos descubrió, claro; imagino que se lo imaginó (perdón por la redundancia) y nos mandó a por el temido “sobre y carta”.- A D. Antonio le debieron de informar previamente (no recuerdo bien la evolución, pues mi amigo Sevilla y yo estábamos absolutamente anonadados), pero el caso es que, tras algún tiempo de espera, de la misma forma que en caso del evento Alfonso-Jose Angel, sencillamente D. Antonio se nos “esfumó”.
    No juzgo si nos merecíamos o no un castigo, pero era una trastadilla típica de adolescente sometidos a impulsos atávicos (tanto los que pensáis como los de no dejar pasar cualquier “a que no tienes xxx para…” y D. Antonio, desde su experiencia y sabiduría, debió pensar que era un caso de los de dejarlo correr, que el mal rato que habríamos pasado era suficiente y que nunca lo olvidaríamos.- Acertó, pues ya veis que lo recuerdo bien.
    Como soy de “ciencias” y el latín nunca me lo dio él y no tuve más incidentes, creo que a D, Antonio nunca le ví de cerca y no le conocí, pues, para juzgar, pero a los hechos me remito.
    ¡Qué tío más listo, como diríamos en aquellos años!
    Tenía a todas luces ese olfato de los grandes detectives de la ficción y esa docta sabiduría callada de fondo, de perro viejo eficaz. Era eso que se llama un EDUCADOR, así, con mayúsculas.- Y sería un ejemplo a tratar de emular para los educadores de hoy; sé que es difícil y que los tiempos han cambiado, pero saber imponer ése respeto en unas malas bestias de niños resabiados con un gesto y sin levantar la voz, impasible, que el “Don” fuese algo incuestionable ligado a su persona, es un ARTE que seguro que se echa de menos en muchas aulas.
    Enhorabuena, Alfonso, en cómo lo cuentas, pues dices sin decir y todos entendemos sin embargo perfectamente a tu través cómo era DON Antonio

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  4. No soy de vuestra promoción.Soy un año menos joven, pero me voy a tomar la libertad de participar en este blog y en este pequeño homenaje a Don Antonio. Por cuestiones de baloncesto, pues jugué en los infantiles y juveniles del Estu coincidí con varios de vuestra generación como los que me sigue uniendo contacto y amistad: Vicente, Pablo, Juan Rosas, Aito (que perteneció también a mi promoción por las cosas de repetir), y algunos mas, cuyos nombre ahora no recuerdo.
    Yo tambien sufrí un "sobre y carta". Injusto, por supuesto, y curioso. Creo que fue en tercero de bachillerato. Recuerdo que había faltado el profesor y había ruído en la clase. Vino Troglodito (¿os acordais de Troglodito?) a poner orden. Troglodito, seguro que lo recordáis todos, era un educador bajito, feo y con mala leche que se había ganado este apodo a pulso. Sonó el timbre para el recreo y cuando salíamos de clase, cogí la tiza y escribí en una esquina de la pizarra TROGLOT. Al volver del recreo se lió. Otro (creo que no se llegó a saber quién) había sustituido la T final y había completado: TROGLODITO. Y allí estaba Troglodito, más Troglodito que nunca. ¿quién ha escrito esto? Yo levanté la mano timidamente y confesé mi porcentaje de culpa. Sobre y carta que no pasó a mayores porque mi padre trabajaba en el Instituto y, supongo, algo debió ayudar. Y porque supongo que a Don Antonio le debió divertir la historia. Lo que no cabe duda es que aquel suceso supuso la ofricialización de un mote. El susodicho se había dado por aludido.
    Yo era de letras y Don Antonio me dió latín en 6º y en Preu. Le recuerdo como un extraodinário profesor.
    De su faceta de presidente-forofo del Estu recuerdo esos partidos que el Estu jugaba en el Frontón contra el Madrid, que por aquella época perdíamos siempre, y recuerdo alguna vez a Don Antonio paseando nerviosamente, a la altura de Cibeles, para preguntarnos cómo había quedado el partido. Por su enfermedad, por su corazón débil, no le dejaban asistir al partido, pero allí estaba, preocupado, esperando que le dijeramos por cuanto habíamos perdido.
    Don Antonio falleció en 1966. Creo que no tenía ni sesenta años. Bastante mas joven que nosotros ahora. Sentí mucho su muerte...

    Antonio Alcántara

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  5. No fue mi profesor (tuve a Pagola en 3º y a Brañas en 4º) y, por tanto, no pude disfrutar de la categoría docente que tanto ensalzáis. En cambio sí lo sufrí como rector del internado, para mí fue más traganiños.

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