Basilio Palacios

Basilio Palacios nos dió Lengua y Literatura a los apestados de 4ª F en el curso 60-61. Creo que nunca he dejado de tenerle presente, porque sus enseñanzas me calaron muy hondo, al punto de considerarle responsable de que me haya podido ganar bien la vida desde los 14 años, e incluso de que haya emprendido una nueva carrera profesional en una edad donde la recomendación social más extendida es el Imserso, la Petanca y votar al PP.

No tengo un recuerdo muy vívido de su persona física. Mediana estatura, edad indefinida pero no muy mayor, gafas culovásicas y pelo al dos (le sentaban como a un obispo un porro), voz neutra y un talante general bastante antipático. De carisma, ya lo véis, andaba fatal. Sin embargo, era capaz de expresarse como ningún profesor de lengua de los que hasta entonces habíamos padecido. Era preciso y concreto, y sobre todo explicaba el porqué de las cosas. Eso me llevó a sentir por lo que nos decía un interés singular, que supongo percibió, ya que la última matrícula de honor de mi vida estudiantil me la dio él. Ahora pensaréis que la devoción que pueda sentir por su persona se debe a eso, ¿verdad? Pues no. Es por lo que nos enseñó, y no por él mismo; jamás volví a saber de él, ni tengo la menor idea de qué pasó con su vida. Alguien me ha contado que a la sazón tenía un rollo con una profesora muy mollar (la Cadahía, o algo así), pero ni lo supe entonces ni me importa saberlo ahora. Si le recuerdo es por lo que nos enseñó, no por cómo fuera él ni porque me cayera más o menos bien. En cualquier caso le estoy profundamente agradecido. Muchas veces en mi vida he pensado que le debía un homenaje, y ahora por fin se lo puedo brindar, aunque sea tan discreto y humilde como mis pobres palabras en este blog aún balbuceante.

Dentro de lo mucho que nos explicó (cada palabra suya, vista retrospectivamente, valía su peso en oro), lo que más valoro es su definición del ancho de banda (no lo llamaba así, aviso a los ex 4º F que lean esto) y sus soterradas definiciones de la poesía, que a casi todo el mundo le habrían escandalizado si las hubiera dicho 'en claro'. Según predicaba, la poesía no es más que un subproducto de la métrica, lo único que verdaderamente importa. En el pasado más remoto la comunicación escrita se limitaba a muy poquita gente, primero porque los analfabetos dominaban el mundo (hoy quizá también, pero esa es otra guerra) y segundo porque los medios para depositar la palabra escrita en soportes legibles eran inaceptablemente rupestres (en sentido literal). Dado que al humanus vulgaris siempre le ha gustado que le cuenten historias, cuanto más inverosímiles mejor, un cierto número de individuos, denominados vates, trovadores, cantantes y poetas, se ganaban sus lamentables vidas declamando historias a menudo inventadas por otros. Al apenas existir comunicación escrita la información se la pasaban, los unos a los otros, por medio de lo que piadosamente llamamos 'tradición oral', o sea, que uno cuenta y otro memoriza. La métrica nació para facilitar el proceso (explicaba Don Basilio): un número constante de sílabas fonéticas (que no coinciden con las gramaticales), rimadas en asonante, pronunciadas a ritmo cadencioso, se retenían mucho mejor que si se configuraban de cualquier otra forma. De ahí nacieron los 'cantares' (la Iliada y la Odisea son tan 'cantares' como el del Mío Cid), los cuales durante muchos siglos satisficieron a placer las ansias de entretenimiento que sufrían las gentes sencillas (monarcas incluidos), hasta que la tecnología (Gutenberg) cambió las reglas del mercado, mandando a los vates primero al paro y luego al exterminio (mas o menos como sucede hoy en día con muchas otras profesiones, aunque también es otra guerra). La palabra escrita ya se había introducido, pero al estar monopolizada por los sacerdotes el número de analfabetos seguía siendo elevadísimo (no fue hasta que naciera la imprenta que comenzase a descender). Eso facilitaba que la tradición oral en el proceso de aprendizaje se convirtiera en un esfuerzo de lectura y memorización, en el cual comenzó a materializarse el concepto 'ancho de banda' (o 'bandwidth' para los colonizados por las rutilantes terminologías informáticas, que tan bien separan a los modernos elegidos del vulgo despreciable). Aplicado a la lectura de cantares (eran con lo que más disfrutaba el populacho, y eran, por tanto, lo que con más empeño memorizaban los que vivían de recitar) definía el número de sílabas fonéticas que podía captar el ojo humano de un simple vistazo, y que tras eso lograba memorizar sin excesivo esfuerzo. En castellano, por ejemplo, decía él que la anchura de banda óptima para memorizar a la primera era la estrofa simple, dos versos endecasílabos en rima asonante; si reflexionáis un momento veréis que la mayoría de los romances de antaño y de los cantares de gesta seguían esta estructura de un modo inmutable, durante cientos y cientos de estrofas.

Sus frecuentes y aparentemente pesadísimos ejercicios de métrica, que tanto nos aburrían, pretendían que aprendiéramos a contar en sílabas fonéticas (él prefería llamarlas 'poéticas') de un modo tan natural como automático, en principio para que, si nos daba por ahí, pudiéramos lanzarnos a componer, y de ahí a versificar. Lo que no sabía era que, sin pretenderlo, nos estaba regalando un arma comercial de primera categoría, pero ya llegaremos a eso. Tras asegurarse de que dominábamos la métrica comenzó a explayarse sobre la poesía, en su equívoca calidad de 'bella arte'. Según demostraba, ni arte, ni bella, ni leches. Mientras tuvo una utilidad funcional, favorecer la transferencia de conocimientos por simple comunicación oral, fue una herramienta de indiscutible utilidad. Cuando esa funcionalidad se vio desplazada por la tecnología (gracias a la imprenta no es preciso pagarse un vate carísimo para que nos cuente historias, ya que las podemos leer muchísimo peores, aunque a mejor precio, en cualquier libro al uso) se convirtió de un modo paulatino en lo que a fin de cuentas es hoy en día, una forma retorcida y rebuscada de decir simplezas, cuando no manifiestas majaderías (era su aserto, no el mío, aunque no puedo negar que de algún modo siento cierta tendencia a pensar que no iba desencaminado). En su criterio, la composición poética estaba condenada a la extinción total, lo que de ningún modo lamentaba. Sin embargo, y era lo mejor de todo lo que nos decía, la poesía, o en realidad la métrica, seguía teniendo sitio en nuestras vidas y en nuestra cultura. Como aquello no estaba muy claro un cierto día nos puso un ejemplo, haciéndonos leer un texto (el muy cabrito me puso a mí a leerlo, en medio del estrado y tan expuesto como el Santísimo) de Enrique Jardiel Poncela (me parece que era el exquisito 'Aventuras Estúpidas'). Tras reñirme por mi falta de convicción dramática tomó el libro y comenzó a leer él mismo. Al minuto, las mismas palabras que había dicho yo sin que me llegaran a ninguna parte comenzaron a horadar mi pensamiento, y supongo que también el de algunos otros (intuyo que el de Cerdán, al menos; lo sospecho por lo maravillosamente bien que escribe). Al momento nos explicó la razón: Jardiel, un escritor tan ladino como genial, bajo su prosa versificaba en endecasílabos rimados en asonante; a eso se debía el extraordinario sentido del ritmo que le achacaban los críticos, aunque no fueran capaces de dar con la razón del misterio. Jardiel, un hombre más del teatro que de la prosa, había versificado tantísimo en su vida que los endecasílabos le brotaban de manera natural, sin esfuerzo, lo cual hacía que sus textos no sólo fueran fáciles y muy agradables de leer, sino también de recordar, de modo que quienes los leían se quedaban con ganas de repetir, y de comprar más y más. Ni que decir tiene que a partir de ahí la peseta de los domingos (a los 14 años mis padres no me daban mucho más; no podían) la invertía en cambiar dos libros por otros dos, a razón de dos reales cada uno, en una tienduca de Santísima Trinidad con García de Paredes que así favorecía el sospechoso hábito de la lectura que padecíamos algunos niños raros, y que a mí me llevó a devorar en pocas semanas 'Cuando los bomberos aman', 'La tourné de Dios', 'Los treinta y ocho asesinatos y medio del castillo de Rock' y, muy en especial, la inmortal 'Eloísa está debajo de un almendro'.

Por entonces ya no estaba en el Ramiro (bueno, en el diurno). Me había puesto a trabajar en algo tan alejado de la literatura como un centro de proceso de datos. No creo que nadie pueda establecer relación entre un IBM 1401 y el arte de embeber endecasílabos en los textos de formación profesional de una gran empresa, pero en mi primera oportunidad de redactar por cuenta de terceros quedé tan bien, para regular asombro de mi escéptico jefe, que a partir de ahí comenzaron a caerme todos los marrones que implicaban escribir normas de uso informático para personal comercial o administrativo. Así, gracias a lo muy cachondos que pueden ser los dioses, comenzó mi carrera de escritor mercenario, que con el tiempo cristalizó en algo muy abstruso, la redacción de propuestas comerciales de grandes sistemas. Las 'juntas de compras' no solían dejar mucho espacio a la venta convencional, la de palabra. Preferían leer, a lo cual se debía que las propuestas comerciales de los 70's y los 80's fueran uniformemente farragosas. Por si fuera poco no se hacían como las de ahora, que todo es un 'cut & paste' cuando no 'bajarte' algo de 'la nube', con lo cual apenas hay que escribir nada. En los 70's y los primeros 80's estábamos en la máquina de escribir, el teléfono y el teletipo, y en cuanto a la Internet eran poquísimos los que habían oído hablar de una cosa llamada Arpanet y que, en cualquier caso, sólo se 'sintonizaba' en los USA. Unas cosas con otras, la palabra escrita 'ad hoc' tenía gran importancia, y de la claridad y precisión de los textos, y de lo fácilmente que se leyeran y se asimilaran, a menudo dependía que se ganara o se perdiera un gran contrato (en especial en el intrincado mercado de las Administraciones Públicas). Así, ya lo habréis deducido, gracias
al formidable diferencial competitivo que nos regalaron a los de 4º F comencé a ganarme la vida un poquito mejor de lo que hasta entonces me parecía razonable. No es que se lo deba todo a Basilio Palacios, pues las máquinas UNIVAC eran buenísimas, pero sí la capacidad de describirlas, a ellas y a lo que se podía hacer con ellas, un puntito mejor que mis respetados colegas de la competencia. De ahí este muy sincero, y muy sentido, pequeño homenaje personal.

Descanse en paz, Don Basilio (alguien me ha dicho que ya no vive, aunque nada me alegraría más que repetirle todo esto en persona). Si es cierto que hay un Dios, estará en el cuasi deshabitado paraíso de los profesores competentes.



5 comentarios:

  1. Hola Basilio:
    Es la primera noticia de tu baja. Vaya por Dios.
    Yo te conocí en 3º (antes de 4º que nos diste clase), en la academia del Sr. Vigueras donde estuve "aprendiendo" latín. En 4º A nos diste Literatura (la teoría y la antología). Te recuerdo con el pelo de cepillo, gafas obscuras y poniendo copias a los que nos portábamos mal. A mi me abriste el gusto de lectura de Clásicos que compraba de segunda mano en Moyano. Me enseñaste métrica, estilos, comentario de textos y algo de Historia de la Literatura. Bastante para que empezase a se una persona culta y dejase de leer TBOS. Te lo agradezco y que sepas que todo lo que me diste, me ha sido útil en la vida. DEP.

    Manolo Rincón

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  2. Basilio Palacios llevaba el pelo de cepillo y gafas obscuras. Era buen profesor, excepto con su manía de las copias. También en 4º A dió clase.

    Su novia era la Cadaglhia también de letras.

    Yo le vi en mi corta estancia en la academia San Lucas Evangelista.

    Falleció el año pasado. Descanse en paz

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  3. Dicen que Basilio un día
    Tan pobre y mísero estaba
    Que solo se alimentaba
    De las copias que ponía
    ¿Habrá alguien peor que yo?.
    Y al volver la cabeza vio
    A Cadahia suspendiendo
    Los pocos que él aprobó


    Tradición popular

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  4. Siento que se confirme que ya no está en el Más Acá. Me quedo sin poder decirle de viva voz lo muy agradecido que le he estado durante mi vida profesional, y ahora también, en esta otra recién comenzada viva literaria.

    Descansi amb pau.

    Alfonso

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  5. Tengo buen recuerdo de él y supongo que no debí hacer muchas copias (o quizá por eso) porque veo el libro de calificación escolar y tengo un 8 en 1962 (2º, Lengua Española). Pero sí, lo de las copias era una tortura para muchos compañeros. Por ejemplo, para Recuero Astray que un día, nada más empezar la clase, tuvo (y tuvimos) que oir el graciosete juego de palabras "Recuero, ¿has trai do las copias?"

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